Reportaje

¿Quieres un zumo de piña?

Calor, sobre todo a mediodía. Beber mucha agua. Y el termómetro, desinfectarlo con alcohol cada vez que lo toco para que puedan usarlo. En momentos contados, salir de la habitación donde paso la cuarentena, siempre con mascarilla y la botella de lejía para desinfectarlo todo. Notar un peso en el pecho, imaginarlo verde y con cuernos, y atraparlo en un bote. Alivio al saber que no he contagiado a nadie, que hemos hecho bien las cosas. Culpabilidad por encerrar a amigos y familia en cuarentena preventiva. Echar de menos el contacto piel con piel. Me cuesta respirar. Que se acabe ya. A principios de agosto de 2020 me contagié de la COVID-19 y me confiné quince días donde vivía entonces, en casa de mi madre. Me emancipo por primera vez después de estas dos semanas y recuerdo que uno de los motivos para irme de casa era no querer poner en riesgo la familia. ¿Quieres un zumo de piña? es el testigo visual de mi aislamiento. Hablo de sentirme acompañada en todo momento, de encarar los días de una manera introspectiva y aprovechar para cerrar una etapa. Me despido del espacio que me ha visto crecer y de su luz especial. Tomo conciencia de las curas maternofiliales y las quiero devolver. Ahora, confinarme y marcharme han resultado ser la mejor manera de cuidar a los míos. Aun así, madre, nunca dejaré de preguntarte si quieres un zumo de piña.

Me invade un remolino de emociones. Tristeza, al darme cuenta que estaré mínimo quince días aislada. Ligereza, al saber que no he contagiado nadie, que hemos hecho bien las cosas. Miro por la ventana y me doy cuenta que es la primera vez que tengo ganas de oler el mar. Necesito verlo ancho y entero delante de mí, y tener que cerrar un poco los ojos para no deslumbrarme.

Ahora me rodea una burbuja intraspasable de dos metros de radio. Juego a contar los pasos que puedo hacer por la habitación para descubrir la ruta más larga: dieciséis en total. Hace mucho calor.

“¿Quieres un zumo de piña?”, cada día mi madre me hace la misma pregunta; aunque no tengamos zumo de piña y aunque no podamos ir a comprar nada, reímos juntas. Para evitar acercarnos más de lo necesario me deja el plato con la comida delante de la puerta. Me cuida, me siento cuidada y, así, me enseña a cuidar.

He decidido emanciparme por primera vez para no poner en riesgo a mi familia, me siento culpable por no haber llegado a tiempo y esta cuarentena me impide avanzar para conseguirlo. Aún así, me tomo esos quince días como una oportunidad para despedirme. Decir adiós a la habitación que me ha visto crecer, a los juguetes que me acompañaron en mi niñez, a esa luz especial que me ha ayudado a ser fotógrafa. Me dedico a recuperar los recuerdos y poder dibujar un punto y seguido muy necesario.

Me han dicho que cuando salga de esta cuarentena voy a dejar de ser una niña para pasar a ser una mujer, como una mariposa que abre las alas y vuela por primera vez. Aunque no esté de acuerdo con esta reflexión, la ilusión y el vértigo me invaden a partes iguales.

Los síntomas son leves, por suerte, y más adelante voy a descubrir que no me quedarán secuelas. Aún así, el mediodía es el peor momento. El calor, el encierro, la ansiedad y esta sensación punzante en el pecho y los músculos que me impide respirar y moverme con normalidad.

Deseo arrancar el virus de mi pecho y encerrarlo en un bote para que no se escape.

De vez en cuando tengo que parar y pensar en respirar. Intento hacer inspiraciones profundas, me concentro en la sensación de llenar los pulmones de aire. Pero no puedo.

Salgo de la habitación en momentos contados, siempre con la mascarilla puesta y la botella de lejía para desinfectarlo todo. Estoy harta de dejar un rastro de este hedor tan característico.

Vigilamos nuestra temperatura dos veces al día, cada vez que toco el termómetro lo desinfecto con alcohol y lo dejo delante de la puerta de la habitación, para que mi madre y mi hermano también lo puedan utilizar.

Mi madre y yo salimos juntas por primera vez a la calle después de la cuarentena, juntas y continuamente preguntándonos cómo estamos, abrazándonos. Como hacemos siempre, nos cuidamos. Y, aunque ya no voy a vivir con ella, nunca dejaré de preguntarle: “Mare, vols un suc de pinya?”

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