Reportaje

La mano vecinal

La crisis del coronavirus y el parón de la economía en España han convertido a la red de pequeñas entidades de Barcelona y a emprendedores vecinales en las muletas de auxilio de las personas sin techo y familias cuya economía pendía de un hilo y que de pronto se vieron hundidas por la pérdida del trabajo y la falta de ingresos. El problema del desempleo ya existía, pero la pandemia lo ha agravado y expuesto aún más, alcanzando los cuatro millones de desempleados, y lo ha dejado al descubierto con obviedad en las calles de la ciudad. Muchas de las personas que hoy buscan alimentos solían tener un trabajo y vivían del mes a mes hasta mediados de marzo, cuando se decretó el estado de alarma y el confinamiento obligatorio. Ante el desborde de las solicitudes en servicios sociales, miles de personas acudieron y acuden a las redes de ayuda vecinal. Mientras las tiendas de ropa, los bares y restaurantes reabrían en la ciudad y la vida aparentaba a recuperar la “normalidad”, las filas de personas necesitadas que solicitan una ducha o comida continuaban creciendo. La pandemia de la COVID-19 se ha llevado más de cincuenta mil vidas en España y sigue golpeando duramente a los más vulnerables y necesitados. En épocas de distanciamiento social, los vecinos, con recursos propios o ajenos, no dudaron en actuar y brindar una mano al otro. Para ellos, nunca hubo tiempo de quedarse en casa.

Sara y Marc atienden a los vecinos que se acercan a la entrada de De vei a vei. Impulsada desde 2011 durante la segunda recesión económica en España, la entidad trabaja todo el día en la recepción, organización y reparto de alimentos. Muchas de las personas que hoy se acercan formaban parte de oficios temporales dentro del sector de la hostelería, en trabajos del hogar o cuidando personas.

Una vecina despide a Óscar agradecida tras recibir un lote de comida en la puerta de su apartamento. Todos los días voluntarios de De vei a vei salen con carros de supermercados para repartir puerta a puerta comida a aquellos vecinos más necesitados, generalmente de edad mayor, con dificultades de movilidad y que suelen vivir solos.

Ernest levanta la persiana del gimnasio popular Sant Pau en el barrio del Raval. Desde las ocho y media de la mañana, en esta cooperativa de carácter social se forman diariamente una fila de personas sin techo, inmigrantes y refugiados en busca de comida y una ducha, y otra fila con personas que cuentan con algún tipo de techo, pero que no tienen dinero para comprar alimentos.

Guillermo y Facundo entregan comida a un hombre en la entrada del gimnasio social Sant Pau en el barrio del Raval. Cada día, el equipo reparte alrededor de ciento cincuenta bolsas con alimentos para almuerzo, merienda y cena. El parón de la economía y la caída repentina del trabajo acrecentó entre un 30 y 40 % el número de personas necesitadas entre mediados de marzo y junio del 2020.

Margarita, una de las voluntarias de la parroquia Santa Anna, en el barrio Gótico, entrega comida y carga un termo con café con leche a un hombre en la puerta de la iglesia. La parroquia, todo un símbolo del cuidado de las personas sin techo, reparte alrededor de doscientos treinta desayunos, meriendas y cenas. Ya ha entregado casi quince mil lotes de comida desde el inicio de la pandemia.

De la misma parroquia Santa Anna, surgió un grupo de vecinos que ante el crecimiento de personas necesitadas se coordinaron para ayudar y crearon Familias acompañan familias, un movimiento vecinal destinado a entregar comida a domicilio a aquellas familias que tienen dificultades para comprar alimentos o pagar el alquiler. En la imagen, Tomàs y Montse preparan dentro de la iglesia una caja con comida para una familia de dos adultos y dos niños.

Pau y Alex, voluntarios de Familias acompañan Familias, entregan alimentos a Ángela y Yuan, una pareja desempleada de Rumanía que desde hace meses no tiene dinero para pagar el alquiler de su casa en el municipio de Hospitalet de Llobregat. Al no poder conseguir un trabajo o algún tipo de ingreso, Ángela sale a la calle a pedir dinero cada vez que puede.

Ezequiel y María observan la fila de vecinos que espera por ingresar al casal la Galera en el Raval. El espacio, que entrega comida tres veces a la semana, es una de las bases de un grupo de colectivos y pequeñas entidades autoorganizadas del barrio para abastecer en la medida de sus posibilidades a los vecinos. Si bien la mayoría de las personas son citadas, cada vez se acercan más personas enteradas a través del boca a boca formando una segunda fila paralela.

Los vecinos Anastasia, Lucas y Sergio reparten de uno en uno comida dentro del pequeño casal. A modo de mercado, cada persona entra al espacio y toma lo que necesite según la cantidad de integrantes de su familia. El equipo trata de controlar las donaciones para que todas las familias cuenten con los productos básicos y ninguno se acabe de manera desproporcionada.

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