Reportaje

Mi tía Ana Mari

El 13 de marzo 2020 se decretó el inicio del confinamiento domiciliario debido a la pandemia de la COVID-19. Esta situación excepcional provocó cambios en la relación con mi tía. Como sus hijas y nietos estaban confinados en Tarragona, sentí el impulso de acercarme a ella. Deseaba acompañarla y reforzar nuestro vínculo: Ana Mari tiene 92 años y vive sola en un piso en Barcelona desde que su marido y su hermano, mi padre, fallecieran hace apenas tres años. Durante el confinamiento empezamos a hablar casi a diario, la visitaba una o dos veces por semana para llevarle comida, medicamentos y sacarle las basuras. Nos veíamos en el rellano a tres metros de distancia, con mascarillas y guantes. Tras varias semanas encerrada sin salir de casa, se me ocurrió proponerle que compartiese, a través de imágenes y textos, lo que estaba viviendo. Me confesó que no sabía hacer fotografías y le contesté que no se preocupase, que eso no era tan importante. Como la idea no le disgustó, le hice un retrato con una cámara instantánea Instax, y se la entregué junto con algunas sugerencias de cosas que podía fotografiar. Tres días más tarde volví a visitarla y le cambié el carrete que ya había acabado. Esta vez me dejó entrar en su piso, guardando la distancia, con mascarillas y guantes, para compartir conmigo sus primeras imágenes y los borradores de lo que estaba escribiendo. Me gustó mucho y la animé a seguir. De esta manera, me encontré realizando un taller de fotografía participativa como ya había hecho en otras ocasiones, solo que esta vez con una única persona y muy querida. Tras más de cincuenta días encerrada sola en casa, el 4 de mayo se atrevió a realizar conmigo su primera salida. Al despedirme, le cargué la cámara con otro carrete, y seguimos viéndonos a diario, hasta que días más tarde se me ocurrió pedirle que me enseñase fotografías de su álbum familiar. Así logramos, poco a poco, crear juntos un nuevo espacio donde compartir nuestros duelos, soledades y vulnerabilidades.

Las cenizas de mi marido David las he querido llevar a un lugar especial, pero no ha sido posible. Así que las tenía en casa y no nos gustaba el sitio. Mis hijas y yo encontramos un lugar que le hubiese gustado a él. Es un jarro precioso de cristal con una tapadera de hierro gris donde vuela hacia el cielo un pajarito. Dentro están las cenizas, que se parecen a la playa de piedras grises de Lanzarote, donde pasamos muchas vacaciones. David era una apasionado de las islas. A David le gustaba pintar gorditas simpáticas y mis amigas me regalaron una figurita en biquini de colores, de Botero. Así que se la hemos puesto encima de la “arena” gris de Lanzarote para que le de alegría. Y este verano le pondremos una sombrilla multicolor y allí también estaré yo, pero con tranquilidad, que el reloj me dice que no se quiere parar.

Aparte de escribir un poquito, he pintado dos abanicos. Quizás se queden en un cajón guardados. No se los puedo dar a mis hijas o a mi nieta, no les dejan venir a mi lado. Encima cada día que pasa lo dan para más largo. También he pintado tres cuadros de distintos tamaños usando las telas que tenía en casa, de mi marido. Como no tenía óleos he tenido que emplear pintura de paredes, de madera, de restos encontrados en una caja. Los colores se apagan rápido.

Cuando sale un día radiante, siento envidia de los que están en la calle, pero disfruto contemplando desde mis ventanas. Los árboles, los bancos, padres con niños, otros con perros y sintiendo cómo se miran entre ellos, aunque sea a dos metros de distancia, esto da un poco de vida. Y te hace pensar que vendrán otros días mejores, en los que cogidos de la mano muestren su cariño en los paseos, en las terrazas, sin esa terrible mordaza que es la mascarilla. A mi me ahoga, me deja casi sin respiración.

Estos días lo tengo fatal: no me va la tele, no me va el teléfono y tampoco la medallita (que da llamadas de auxilio). Menos mal que tengo a Héctor que me soluciona todo. Hace mucho tiempo que no me ponía tan nerviosa. Es que lo de ayer fue demasiado, no me salía nada. Ya se empiezan a arreglar las cosas, Begoña me ha cargado el móvil. Por otra parte, Susana, mi otra hija, llama a Movistar: la avería es muy grande y tardarán 72 horas en poderla arreglar. Pero visto mi problema, mi soledad y edad, tengo 92 años, en 24 horas estarán en casa. Héctor está insistiendo para que vengan pronto.

Llevo unos días que solo duermo dos horas. Poquísimo. Y eso se nota en la forma de pasar las horas en casa. No tengo ganas de hacer nada. Solo pensar y pensar. Sé que debo escribir y poner en orden mis cosas pero me siento impotente. Ahora me gustaría estar con mis hijas y mi marido en alguna playa de las Canarias. Pero esto es materialmente imposible: mi marido ha muerto y de mis dos hijas, una está en París y la otra en una playa de Tarragona, donde pasaban el fin de semana. Desde entonces no han podido regresar a Barcelona, que es donde yo me encuentro.
Hoy el día es triste y lluvioso. Está como yo. Mis hijas dicen que no quieren verme por seguridad… Estoy triste pero no deprimida. Como es costumbre en mi, voy de un tema a otro.

Otros tienen perros o niños que pasear. Yo no. Por eso, seguiré paseando con mis sueños, buscando ese mundo mejor de amistad, vida y felicidad.

En menos de tres años se han muerto tres personas que eran parte de mi vida. Ya no es lo mismo, la casa está vacía. Miro el reloj y entre los dos contamos las horas y los días, somos amigos. Suena la alarma y él me marca las ocho de la noche, aplausos y destellos de linterna. Aparte de escribir un poquito he pintado dos abanicos, quizás se queden en un cajón guardados. No se los puedo dar a mis hijas y nieta, no les dejan venir a mi lado. Encima cada día que pasa lo dan para más largo. También he pintado tres cuadros de distintos tamaños, con las telas que tenía en casa mi marido.

Me acerco a la puerta pero ni la toco, me da pavor salir, así que vuelvo sobre mis pasos. Son más de dos meses que no he salido. En este momento suena el teléfono y es Héctor que se brinda a llevarme a la farmacia y dar un pequeño paseo dentro del horario permitido. Me ha convencido, me pongo la mascarilla y los guantes. Ya en la calle me he sentido incómoda con la dichosa mascarilla, los guantes, la proximidad de la gente… el miedo.

Me acerco a la puerta pero ni la toco, me da pavor salir, así que vuelvo sobre mis pasos. Son más de dos meses que no he salido. En este momento suena el teléfono y es Héctor que se brinda a llevarme a la farmacia y dar un pequeño paseo dentro del horario permitido. Me ha convencido, me pongo la mascarilla y los guantes. Ya en la calle me he sentido incómoda con la dichosa mascarilla, los guantes, la proximidad de la gente… el miedo.

Ya en esta primera salida tengo mi primer percance. ¡Horrible! He perdido las llaves. No puedo entrar en casa. Mi familia está confinada fuera de Barcelona.

Ya en esta primera salida tengo mi primer percance. ¡Horrible! He perdido las llaves. No puedo entrar en casa. Mi familia está confinada fuera de Barcelona. Héctor me pide calma. Haremos todo el trayecto desde que hemos salido y aparecerán. Me deja sentada en un banco y se marcha. Al cabo de un tiempo regresa contento y eufórico: “¡Ya tenemos las llaves! Ya puedes entrar en casa”. Me las había dejado en el mostrador de la farmacia.

Mi nieta Thais era el amor de mi marido. Tenía predilección por ella. Cuando era pequeñita vivió un tiempo con nosotros y David iba a todos los sitios con ella, le ha querido mucho. Ahora tiene un novio que es italiano. Mateo está en Roma, ahora ha cogido un pisito en el centro de Roma, de un amigo, que está muy bien y le sale bien de precio: 500 €. Thais está que en cuanto pueda va para Roma a visitarle. Que quiten esto para poder marcharse. Está loca. Me dice: “el primer billete, cuando se pueda salir, lo compraré yo”. Thais tenía billete comprado para ir la semana anterior al inicio del confinamiento. Quería ir pero toda la familia le dijo que no, que no fuese. Hubiese sido peor en Roma en aquellos momentos.

Salto de un tema a otro sin darme cuenta, solo sigo el ritmo de mi pensamiento. Me da una tristeza infinita estar lejos de mis hijas, mis nietos y una preciosa bisnieta que se llama Lima. Tiene tres meses. Cuando regresen ni la conoceré ¡Cuándo los podré abrazar!

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