Reportaje

Ases del coronavirus

No podemos verlos desde nuestras casas hasta que los necesitemos. Luchan contra el coronavirus desde su puesto, para que lo esencial no se detenga en esta España golpeada por la enfermedad y, a veces, la desesperación. Su ejemplo nos da fuerza y también nos confirma con la certeza de que un día todo cambiará y nos volveremos a encontrar en la calle, nos abrazaremos y seremos todo lo que podamos ser. Sin máscaras. Corazón abierto. Son personajes locales cercanos que a menudo pasan desapercibidos y que ahora son fundamentales para superar nuestras vidas de la manera más normal posible.

Juan José Sanz, pescadero. A Juan José Sanz le ha costado cincuenta y tres años llegar a ver desde la atalaya de su pescadería una situación tan excepcional como pocas se han podido padecer en el mundo. A cualquiera de nosotros nos ha costado también toda la vida llegar hasta este día. Los jureles, las pescadillas o los congrios miran sin ver, expuestos entre el hielo. Los ojos de Juan José, en cambio, arden de ganas, chispean optimismo, justo por encima de la mascarilla que se ha convertido en parte de su indumentaria cotidiana.

Marisol Jiménez del Río, farmacéutica. Nuestra salud está en sus manos, envuelta en el cartoncillo de un envase. Hasta ahora ir a la farmacia era como acudir a Delfos, donde el oráculo: a cambio de unas monedas creíamos asegurarnos nuestro futuro, librándonos de la enfermedad. Y el oráculo nos hablaba con buenas palabras, mientras nos daba las vueltas. Hoy, ese oráculo llamado Marisol enhebra jornadas agotadoras tras jornadas agotadoras, pero ahí sigue. Su voz nos llega amable, velada por la mascarilla. Ella y nosotros, juntos, confiando en la providencia: ¿cuándo estará el fármaco que hemos pedido? De las mascarillas, ni hablemos. Esas no llegan. En los anaqueles se alinean todas nuestras esperanzas, que cogemos de su mano.

Julio Prego Loureiro, bombero. Oír en la calle la sirena de un camión de bomberos nos hace dudar a todos. Por un momento, nos aferramos al niño que fuimos y queremos echar a correr detrás de ellos, a ver qué pasa; al tiempo, adultos como somos, tememos por la desgracia que ha ocurrido. En alguno de esos camiones puede ir Julio o cualquiera de sus compañeros, a los que han prometido últimamente nuevas instalaciones. En realidad, son coleccionistas de promesas incumplidas. Como todos. Pero nada de eso importa en estos días, en los que al uniforme le han asomado unos guantes azules de látex. Desde el parque de bomberos se ve el cementerio de la ciudad, donde siguen entrando muchos de los nuestros. Entre la vida y la muerte están ellos, metáfora permanente en días de pandemia. Para salvarnos, si fuera necesario.

Cristina Pérez, sargento de la Guardia Civil. Cada día, a las ocho de la tarde, los niños se aupan a las ventanas o saltan en los balcones porque saben que a esa hora, con puntualidad, verán llegar ululando las sirenas de los coches patrulla. Pueden ser policías nacionales, locales o guardias civiles… No es ni siquiera el final de la jornada, sino solo un punto y aparte de unos días agotadores. Ella, como todos sus compañeros, intenta estar en todas partes para que todo esté en orden. Ayudar, asistir, prevenir… y tratar de no enfermar, para seguir estando. La carne hecha acero.

Daniel, voluntario de Protección Civil. ¿Qué futuro le espera a un joven de veintitrés años después del coronavirus y en España? Pocos podrían asegurarlo, ni en plazos ni en certezas. Lo único que tenemos es presente y se nos convierte en pasado a cada brazada que damos para seguir a flote. Por eso es tan importante estar, sin esconderse. Los gilets jaunes de la rabia francesa son aquí los chalecos naranja del compromiso con Protección Civil. Las canastas de baloncesto no esperan un triple, sino futuros abrazos, cuando podamos darlos. O una palmada en la espalda. O el simple gesto de dar la mano, abierta y extendida con franqueza. Y, sin embargo, el futuro está en las manos cerradas, atrapado entre los puños, para que no se escape. Tiempos extraños estos a los que Daniel mira de frente. ¿El trabajo del futuro? Importa menos que su trabajo hoy, en el presente.

Trabajadores en el cementerio. A Mozart, con ser Mozart, lo enterraron en una fosa sin lápida ni nombre en la Viena de un lluvioso diciembre de 1791. Para que la muerte no prolongue el drama, en la Guadalajara de 2020 los hay que se afanan, desde el alba, para que el cementerio municipal acoja como Dios y el Consistorio mandan a los que van falleciendo. Los muertos son nuestro fracaso y nuestro más íntimo dolor pero que nadie se olvide de que en estas semanas, entre las cruces y los mármoles, ha habido quienes han cumplido con ellos incluso mucho más allá de su obligación. No cabe un solo nombre para tanto esfuerzo.

Begoña Pajares, cajera de supermercado. Ha tenido que venir el coronavirus para que muchos descubran el comercio que tenían en la esquina. Begoña ya estaba allí, ante su pantalla y su mínimo teclado. Antes y ahora, da los buenos días con entusiasmo. En la escena solo son nuevos los guantes y la mascarilla. Y el cansancio acumulado. Y alguna sombra que de vez en cuando se dibuja en su mirada. Con la misma aplicación del que marca los precios, las ofertas y las promociones en el limitado universo de una etiqueta, avanzando un poco más cada día contra la epidemia, llegará el día en que se nos abra el horizonte y nos descubramos mejor de lo que éramos. Bajo el sol y en plena calle. En ese momento, seguro que Begoña sonreirá satisfecha, mientras te da las vueltas.

Juan Carlos Buquerín, técnico de emergencias sanitarias. Olvidémonos de la ambulancia. Olvidémonos de la mascarilla con filtro. Olvidémonos de la visera. Olvidémonos de la bata. Centrémonos en lo importante. Llegará un día en que Juan Carlos podrá tumbarse en una hamaca en un día tibio de primavera y hacerse el dormido mientras una fina lluvia le cubre suavemente, sin calarle, mojándole la piel. Entonces recordará las jornadas bajo el agua y bajo el sol, con frío y hasta con calor, cuando no quedaba margen más que para el agobio de llegar, atender y llevar. Tiene que llover mucho la próxima primavera para que nos limpie de tantos malos recuerdos y solo nos deje ante los ojos las buenas enseñanzas que hemos aprendido. A golpe de pandemia.

Brayan Hernández, soldado de la UME. Las guerras siempre las libraron viejos generales llevando al matadero a jóvenes casi imberbes. Hasta en eso han cambiado las cosas con el coronavirus. Brayan no empuña un subfusil sino la “matabi” llena de desinfectante. A sus 29 años está listo para vencer a un enemigo invisible, lo mismo que para servir a la patria que le acoge sin olvidar a la que le vio nacer. Eso es ser soldado en nuestros días de pandemia y desazón. Se está ganando sobradamente Brayan el pan y la panela, el sancocho y el cocido madrileño, el patacón pisao y la paella del domingo. Porque el futuro no tiene fronteras. Tampoco las tiene nuestro agradecimiento sin límites.

Luis Ángel, capellán del Hospital de Guadalajara. La capilla del Hospital de Guadalajara suele ser un buen lugar para recogerse sin que nadie te moleste. El coronavirus lo hizo imposible: sus bancos se condenaron con cintas, para que nadie se sentase allí mientras el virus ande suelto y matando. Luis Ángel Jiménez Martínez es cura entre moribundos y en ese tránsito se encierra la clave de la vida, aunque sea entre lágrimas. Jesús, el Cristo, hombre y Dios, lo sufrió en Betania al encontrarse ante el cadáver de su amigo Lázaro: “Jesús se echó a llorar”, se escribe en el evangelio de Juan. Si hasta Dios llora en su humanidad qué no habremos de hacer los desamparados de la Tierra. Lloremos y luego actuemos. La respuesta se llama caridad y nos la enseñó el mismo profeta, asistiendo a uno que era un proscrito, por samaritano. Veinte siglos después aún seguimos sin entenderlo bien… salvo cuando un virus nos iguala a todos ante el peligro. El cura lo sabe y lo practicaría también sin necesidad de pandemias.

Nacho Alonso González, médico del Hospital de Guadalajara. Para ser médico en España hay que tener una vocación a prueba de obstáculos. Para serlo en un hospital en tiempo de pandemia hay que acreditar, además, unos redaños solo comparables a los de enfermeras, auxiliares y celadores. Visto en el contraluz terrible del acceso a Urgencias, el azul destaca tanto que solo puede ser un símbolo. Y lo es, aunque nadie repare en ello. Para los griegos, este color no existía; tanto lo despreciaban que ni siquiera tenían una palabra para nombrarlo. En la Italia del siglo XII todo cambió: el carísimo lapislázuli empezó a usarse para Dios y para la Virgen, que se envolvió ya para siempre en los azules más preciosos. Algo de divino ha quedado en los pasillos hospitalarios: el color de la fidelidad y de la fe protege (no siempre lo suficiente) a los que mejor encarnan esas virtudes esenciales, como una religión laica que salva vidas hasta casi lo imposible. Laus Deo.

Miguel es muy consciente de la magnitud de la catástrofe. De haber estado confinado, como tantos, habría tenido oportunidad para elucubrar desde la abrumadora placidez del hogar familiar sobre el número real de fallecidos en la pandemia. Pero como Miguel es jefe de servicio de Mémora, las mañanas, las tardes y las noches las ha dedicado a embridar el desastre. Por respeto a los muertos y a sus deudos. Las autoridades, desde sus despachos, primero limitaron los cortejos a ocho familiares, más el cura; luego, asustados por el ímpetu del contagio, solo a tres. Lo que nunca varió fue el esfuerzo sin medida de estos hombres para que escenas como las morgues improvisadas de Madrid no se repitieran en esta tierra. Miguel y sus compañeros lo han conseguido, sin alharacas. Para ellos, nuestro elogio. Para otros, seguirá vivo por mucho tiempo nuestro reproche.

Dice una antigua tradición local que hace mucho, mucho tiempo, a los taxistas de la ciudad les tocó la lotería y que por eso empezaron a aparecer Mercedes por las calles vestidos de blanco. De blanco siguen los coches, no siempre de alta gama, pero mantienen tras el volante a un nutrido plantel de filósofos, sabios del estoicismo. Cuando tienes que esperar a que el destino tome asiento en la parte trasera de tu coche aprendes a darle valor a cada cosa que pasa. Y lo que pasa, esperemos que pase, es el coronavirus, con José Antonio parapetado detrás de la mascarilla. A uno le gustaría saltar al otro lado de la fotografía y decirle “¡Vámonos!”. Llegará el día en que podamos hacerlo. Recordarle entonces el buen trabajo que ellos hicieron en estos días será mucho más que una mera cortesía. Será un justo agradecimiento.

Con cuarenta y cinco años como argumento, esta mujer es mucha mujer, aunque no se vea de su fisonomía ni de su personalidad más que lo poco que permite la pantalla de su visera. Ella está ahí, debajo de tres capas de polietileno. Si esto fuera un pase de modelos, describiríamos lo que vemos como “buzo de polietileno amarillo con cremallera y costuras selladas. Protección química excelente. Superficie lisa que facilita la evacuación de liquidos. Muy buena resistencia a la abrasión, al desgarro y a la perforación. Estiramiento del material hasta un 400 %”. Pero no es un pase de modelos sino la puñetera realidad, sin margen para la frivolidad. Y Rebeca está en medio, jugándose su salud para asegurar la nuestra, desinfectando las calles y los edificios del bicho canalla que no se ve pero que está ahí. Como Rebeca. Uno, mata. Ella, salva.

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