Huesca, N- 433 (entre Cortegana y Aroche)
07 Mayo 2020

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Reportaje

Sesenta y cuatro días confinados en el Fort Bravo

Thomas, Klaus y Julius se disponían a emprender un camino a pie que les llevaría a Finisterre. Por diversos motivos, estos tres viajeros alemanes han decidido tomar este estilo de vida que les conduce de un lugar a otro del planeta. La declaración del estado de alarma les sorprendió en un camping de Estepona, que tuvieron que abandonar, pero un compatriota se ofreció a llevarles hacia donde él se dirigía: Portugal. Cuando llegaron a Rosal de la Frontera se encontraron con el cierre de la frontera, por lo que hubieron de volver sobre sus pasos, haciendo noche en Aroche. Al día siguiente, buscaron un sitio donde poder instalarse hasta que se volviera a permitir la comunicación por carretera entre los dos países. De esta forma, la Guardia Civil les permitió quedarse en un área de servicio de la Nacional 433, ubicada entre los pueblos de Aroche y Cortegana. Su estancia allí ha sido larga, dedicando el tiempo a cuestiones variadas, como la limpieza y adecentamiento del área de servicio, de la que sacaron más de cien sacos de basura. Coincidieron en que debían tener la mente distraída para aguantar el amplio período que se avecinaba, por lo que construyeron lo que llamaron su pequeño «Fort Bravo». Utilizaron ramas de árboles caídos y otros materiales hasta configurar un acogedor refugio temporal. Su estancia en este paraje serrano onubense ha sido de nueve semanas, concretamente sesenta y cuatro días, durante los que han tenido muchas experiencias. Muchos vecinos que pasaban por la carretera, Protección Civil e incluso el párroco de Cortegana, les han demostrado su solidaridad, proporcionándoles alimentos, bombonas y algunos utensilios para cocinar. Ángel, uno de los vecinos que tiene su finca al lado del campamento, llevaba cada semana ciento cincuenta litros de agua para poder cocinar y ducharse. Una vez a la semana subían hasta Cortegana con la bicicleta para realizar la compra y mantener la forma física, al recorrer un trayecto de dieciséis kilómetros.

El día de mi decimoctavo cumpleaños mis padres tenían una sorpresa para para mi hermano gemelo y para mí. Nos habían comprado un restaurante para que continuáramos con la tradición familiar y poder dedicarnos a la gestión del negocio. Pero yo también tenía una sorpresa para ellos. Seis meses antes de cumplir los 18 años, ya había decidido que quería salir de Alemania en busca de aventuras y acabé firmando un contrato para alistarme en el Ejército. Así empezó mi servicio militar en la Infantería de la Marina. Los primeros dos años en el Ejército fueron de formación en Alemania, y tras ese periodo, llegó mi primera misión en Somalia. Allí pasé seis meses con los cascos azules realizando diferentes tareas, entre ellas la de proteger los repartos de alimentos llevados a cabo por diferentes ONG.

En mi segunda misión, allá por los inicios de los noventa, participamos junto a la legión francesa, soldados americanos y de otras nacionalidades en la misión de búsqueda de Milosevic (presidente de Serbia) en la antigua Yugoslavia. Las misiones se fueron sucediendo en diferentes países del mundo y cada vez veía atrocidades mayores. Hasta que llegué a ser PMC (Private Military Contractor), es decir, seguridad militar que contratan diferentes agencias y Gobiernos para realizar operaciones de alto riesgo. De esta parte no puedo hablar, porque la mayoría de las misiones en las que participé eran secretas y tuvimos que firmar un contrato de confidencialidad.

Mis ansias de aventura me llevaron al Ejército y reconozco que hice mucho mal durante aquellos años. Cuando estás en un contexto de guerra es tu vida o la del otro, no te queda más remedio que disparar si quieres conservar la tuya. Sin embargo, el peor momento de una guerra no es el momento del cuerpo a cuerpo o cuando te están disparando. Lo realmente malo viene después, cuando te toca recoger los restos de tus compañeros caídos en la batalla, el olor a cuerpos quemados, y las atrocidades que se cometen muchas de las veces sobre la población civil. La guerra es un negocio que solo trae desgracias. En 1998 ya no aguanté más y decidí parar mi vida de militar. Durante los siguientes diezaños me dediqué a viajar a los países donde estuve trabajando como militar, aunque ahora lo hacía de otra manera, iba en paz, como un ciudadano más con ganas de conocer de verdad a su gente.

Pero, ahora, hablemos del presente. Cuando me convertí en militar hice una promesa con algunos compañeros. El que sobreviviera a las diferentes misiones se encargaría de repartir por diferentes lugares sagrados las cenizas de los compañeros caídos en batalla. Fue entonces cuando comencé mi ruta a pie para cumplir mi promesa, la cual me llevaría a lugares como Lourdes, Jerusalén, Loreto, Zaragoza o Asís entre otros, y que tiene como destino final Finisterre. Justo ahora, en mayo de 2020, llevo tres años y nueve meses viajando, caminando como lo hacían los peregrinos antiguos. Antes de emprender el viaje leí un libro llamado Die Pilgerin de Iny Lorentz, el cual relataba la manera en la que viajan los peregrinos de antaño. Esto me hizo imitar algunas de las pautas que ellos hacían, por eso comencé mi viaje con 350 € en el bolsillo y sin tarjeta de crédito. Por el camino voy realizando algunos trabajos para conseguir el dinero que necesito para proseguir con mi viaje. Soy un artista.

Hace nueve meses, cuando venía caminando por el litoral mediterráneo, me encontré en una calle de Cartagena a un hombre llorando. Se trataba de Klaus, llevaba más de veinte años viviendo en la calle y con serios problemas de alcoholismo. Solía beberse diariamente unas veinte cervezas y media botella de vodka. Fue entonces cuando le comenté si quería viajar junto a mí. Le prometí que no lo abandonaría por el camino. Tan solo le puse una condición, no más alcohol. El primer mes fue duro por el síndrome de abstinencia, pero ahora lleva ya nueve meses limpio y está feliz. Ha vuelto incluso a retomar el contacto con su madre de la que no sabía nada desde 2004, sin embargo, ahora, hablan por teléfono cada semana.

El otro compañero de viaje que me acompaña es Julius. Tiene 27 años y es de Stuttgart, pero ha vivido durante sus últimos seis años en Berlín, donde cursaba estudios relacionados con la tecnología de la madera en la Eberswalde University for Sustainable Development. Tras finalizar sus estudios, Julius se da cuenta que no le convence el ritmo de vida de las grandes ciudades y siente la necesidad de vivir otro tipo de experiencias que le ayuden a construir su futuro. Por eso, tras acabar la Universidad, trabajó duro durante cuatro meses en una empresa de eventos para ahorrar dinero, comprarse una bicicleta y las cuatro cosas necesarias para emprender un viaje inspirador. Así, comenzó con su bicicleta cruzando Alemania, Suiza, Francia y empezó a bajar por la costa mediterránea española hasta llegar a Almayate, un pueblo de la axarquía malagueña donde coincidimos con la misma familia. Él realizaba trabajos de jardinero para esta familia a través de la plataforma Work Away, mientras que yo estaba ta

Pocos días después de volver a emprender nuestro camino, nos encontrábamos en un camping de Estepona. Fue entonces cuando se decretó el estado de alarma en España por motivo del coronavirus, y la Guardia Civil nos obligó a marcharnos de allí. Afortunadamente, un alemán que tenía una de las autocaravanas que estaba alojada en el camping se ofreció a llevarnos hacia Portugal, que era donde él se dirigía. Llegamos a Rosal de la Frontera, uno de los pueblos limítrofes con el Alentejo portugués, con la mala suerte de que justo el día antes habían cerrado la frontera y no pudimos cruzar. No tuvimos más remedio que volver sobre nuestros pasos, y aquella noche la pasamos a las afueras de un pueblo llamado Aroche. Al día siguiente buscamos un sitio donde poder instalarnos hasta que volvieran a permitir la comunicación por carretera entre los dos países. Fue así como encontramos esta área de servicio en la Nacional 433 entre los pueblos de Aroche y Cortegana. Tras varios días de incertidumbre,

Por las noticias que nos llegaban sabíamos que este asunto del coronavirus iba para largo y teníamos todo el tiempo del mundo, así que durante estas semanas nos hemos dedicado primero a limpiar y adecentar el área de servicio, de la que sacamos más de cien sacos de basura, y luego a construir poco a poco nuestro Fort Bravo. Necesitábamos tener la mente distraída y no nos podíamos mover de allí, así que tras limpiar los alrededores ocupamos nuestro tiempo de confinamiento tratando de mejorar nuestras instalaciones usando ramas de árboles caídos.

Desde entonces hemos pasado aquí nueve semanas, exactamente sesenta y cuatro días. Muchos vecinos que pasaban por la carretera, Protección Civil e incluso el párroco de Cortegana nos han demostrado su solidaridad y nos traían alimentos, bombonas y algunos utensilios para cocinar. Ángel, uno de los vecinos que tiene su finca al lado de nuestro campamento, nos traía cada semana 150 litros de agua para poder cocinar y ducharnos. Una vez a la semana Julius y yo solemos subir hasta Cortegana con la bicicleta para realizar la compra. Entre ir y volver es un trayecto de unos 16 km que también nos ayuda como entrenamiento para no perder la forma física. De esta manera, hemos pasado estas largas semanas de una forma más llevadera, aunque también ha habido momentos duros como la muerte de mi perro Brummbar, un cachorro que me habían regalado unos meses atrás y que murió envenenado al comerse una oruga venenosa, perdiendo así una agradable compañía y un excelente compañero de viaje.

Tras estas atípicas semanas de parón en el camino, desmontamos con cierta nostalgia nuestro Fort Bravo hasta dejar el área de servicio tal y como estaba; bueno, miento, en realidad mucho más limpio de lo que estaba cuando llegamos. Fue un cambio para mejor, ya que nos mudamos a una casa rural que nos han dejado Loli y Armando, una familia de campesinos que compaginan su trabajo como agricultores y ganaderos con el agroecoturismo en la finca Montefrío. Esta será nuestra última parada de larga duración en nuestro viaje de peregrinación. Nuestra idea es pasar aquí los meses de verano en los cuales hace demasiado calor para atravesar a pie el Alentejo portugués o la dehesa extremeña, y en septiembre retomaremos nuestro camino hasta Finisterre.

Cuando pongamos punto y final a esta aventura volveremos unos días de vacaciones a Alemania para ver a la familia y amigos. Además, le prometí a Klaus que no lo abandonaría y hemos decidido que cuando regresemos a Alemania él intentará rehacer su vida trabajando en la granja de mis padres. Ambos estamos de acuerdo en que será una buena oportunidad para comenzar de nuevo su vida. Por otro lado, Julius y yo hemos pensado que queremos seguir viajando juntos, pero en esta ocasión vamos a optar por una autocaravana para recorrer los países nórdicos. Allí las condiciones climáticas no son como aquí en España, por eso es mejor acompañarnos de una autocaravana, además de la bicicleta y de nuestras propias piernas. Ya veremos qué nos depara el camino en esa ocasión. Lo único que sé es que no puedo volver a mi vida anterior, y me gusta mucho caminar y viajar… así que espero morir en el camino.

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