Una tregua. Unas sonrisas durante una videollamada con su hijo mayor.
Sierra habla con sus compañeras y compañeros de servicio. Ponerse en su lugar, intentar comprenderla sin ser ninguno de ellos, no es posible.
Últimos momentos de tregua antes de acabar el día. Mañana ya llega.
Arranca un nuevo día. Café. Radio. Nada nuevo. Mismas noticias. Un día más.
Arranca un nuevo día. Misma ceremonia durante tres semanas. Silencio. Se pregunta «¿quién habrá caído hoy?».
La rutina de cada día. Sierra revisa las marcas de su cara. Es alérgica a alguno de los productos con los que se fabrican las mascarillas. Le irritan la piel y le producen dolor. Durante un mínimo de ocho horas, su piel, su rostro y su cuerpo quedarán bajo un EPI. No tiene rostro para sus pacientes.
6:29 a. m. Bocadillo. Termo de café. Un nuevo y duro día espera.
6:30 a. m. Nadie en las calles de Barcelona. Ruge el motor. España está confinada. Solo los profesionales pueden circular por las calles en esos días.
Regreso a casa. Un nuevo turno finalizado. Un día más. Un día menos. Silencio. Cansancio. Rostro dócil. Marcado. Marcas. Mirada a ningún lugar.
Llegar a casa. No tocar a nadie. Un escueto «hola». Ropa limpia. Silencio. Marcas.
Tras la ducha. La máquina familiar se ha activado. Silencio. Espacio. Marcas en su cara.
Sierra se sienta con su familia a la mesa. Come por inercia. Silencio sepulcral. Sus marcas en el rostro impresionan a todos. Tanto como su tenacidad. Todos sienten orgullo. Todos la esperan. Todos estarán cuando ella los necesite.
Casi doce horas después de haberse levantado para un nuevo turno en la clínica en la que atiende a enfermos de COVID-19, Sierra se tumba en su sofá en el que dormirá durante un par de horas. Luego, silencio. Luego, volver a empezar. Misma rutina durante tres semanas. Hasta que el virus la vencerá.